miércoles, 23 de septiembre de 2009

Los mil rostros de un perro.

He aquí por qué mantenerse alerta: detrás de esos ejemplares con aire de historieta que el ser humano selecciona según su gusto, se esconden lobos disfrazados; es decir, perros dotados de motivaciones perrunas, sistemas de aprendizaje perrunos. Son capaces de demostrar al hombre una gran sintonía, amistad, comprensión, afecto, a veces hasta heroismo, siempre y cuando el bípedo con alma sea capaz de traducir su lenguaje y actuar consecuentemente. Basta con razonar como perros. Volverse uno. No antropomorfizarse, o sea humanizar a los perros, sino volverse perro entre los perros. Pero hay que tener cuidado, sin embargo: hay que conocer las antiguas reglas del mundo de los lobos, y dejar claro desde un principio quién es el jefe. El jefe es el que guía la manada. Pero eso no basta, debe saber mantener su rango de manera certera y duradera: cualquier debilidad es inmediatamente registrada y usada en su contra. La historia está repleta de perros que mordisquean zapatos, libros, periódicos, tapetes, mesas, sillas, vestidos. Por no hablar de los que roban, escarban, saltan ensucian, ladran, lloran, aullan. O que muerden. La culpa es nuestra, sólo nuestra. Quien crea que un perro se da cuenta cuando se roba una pata de pollo entera de una mesa puesta, es un ingenuo. Algunos dueños regañan al bodoque por una falta cometida una hora antes, creyendo que la recuerda y relaciona el delito con el castigo. El perro, es amoral, no conoce el sentido de la culpa, sólo un nexo inmediato de acción-reacción. Regañado sin entender por qué, no puede más que perseverar en la culpa y aprender a temerle a su dueño, con todas las consecuencias prácticas y psicológicas del caso.

La autoridad del jefe de manada se pone en juego en el equilibrio de pequeños signos: decisión y afecto, cumplidos y requerimientos. Es magnífico descubrir que fácil es obtener obediencia a base de premios y no de castigos. Autoridad, no prepotencia: aprender a comunicar con el modo correcto es una felicidad recíproca, construida mediante acciones repetidas, confirmaciones, miradas y atenciones.

Las orejas gachas, la frente arrugada, la piel caída de los labios y del cuello, los ojos que imploran son pretextos, inventos. El diabólico bípedo, al seleccionar las razas perrunas, ha copiado esas ''señales infantiles'', tan conocidas por los etólogos, que estimulan en los animales el instinto de proteger a sus pequeños. Estas señales que despiertan ternura, en los perros sirven para celebrar los gustos personales, el individualismo humano. Cuántas veces perros y dueños se asemejan. Es una cuestión de temperamentos, de afinidades de carácter. En los ojos del propio perro cada quien puede reencontrar los mundos de tiempos humanos remotos, de cacerías y pastores, cavernas y palafitos y, en la armonía del lenguaje de los gestos descubrir, nuevamente, emociones familiares y desconocidas, recuperadas del microcosmos de moléculas que milagrosamente codifican la naturaleza en cada uno de nosotros de modo particular.